Iba llegando bastante gente, endomingada en su
vestimenta. Evidentes italianos de grandes bigotes, las mujeres de pañuelo o tul en la
cabeza. Las demás veraneantes de sombreros grandes, con plumas. Algunos hombres, que sin
duda venían de mas lejos, llevaban botas de campo, con barro todavía fresco. Alguna
gente había llegado en volantas descubiertas o sulkys, que esperaban en la calle. En
tramos de vereda todavía quedaban charcos de agua. Al frente de la capilla, a los dos
costados de la puerta, empotradas en el muro y a muy poca altura, había planchuelas de
hierro, con filo, hacia arriba, en las que los fieles desembarraban sus calzados antes de
entrar a la misa.
En la vereda de enfrente, un comercio con vidriera ostentaba un
letrero alto en chapa pintada, que anunciaba la índole del negocio: "Hojalatería y
zingueria de Piendibene Hermanos". Mas hacia la esquina, un comercio de tienda,
también con su muestra pintada: "Al naufrago del Liguria. Tienda".
Cuando ya entrábamos a la capilla, llegaba una comitiva extraña
que nos llamo la atención. Un coche muy raro, descubierto y que manejaban sus mismas
pasajeras, con caballo flaco pero bien enjaezado, conducía a dos señoras que se cubrían
del sol con una sombrilla verde abierta. A su costado cabalgaba en un tordillo grande y
aparatoso, pero sin bríos, un hombre de bastante edad. El jinete también se defendía
del sol con una gran sombrilla color naranja, las riendas en una mano, la sombrilla en
otra. Un muchachon aindiado, montado en pelo y descalzo, en un petizo bayo, también
formaba parte de la comitiva. Salto rápido y se hizo cargo primero de las sombrillas, que
cerro con mucho cuidado, y luego de las riendas del carruaje y del tordillo. Las damas y
el hombre se limpiaron el barro de sus zapatos en los fierros del muro y luego,
ceremoniosamente, entraron en la capilla.
Todavía no empezaba la misa. Mi madre sabia por referencias y me
contó, quienes componían aquella pintoresca comitiva. Era un rico propietario brasileño
de cerca de Punta Carreta: don Herminio Ferreira, su esposa y una cuñada. Llegaban a la
misa del pueblo, todos los domingos, al estilo de Yaguaron, de donde eran originarios.
Hasta con el escudero descalzo.
Yo estaba sentado junto a mi madre cuando de repente se nos
apareció un visitante inesperado: "Dingo", el fox-terrier que quizás,
encontrándose solo en la casa, salió a buscarnos. Movía la cola con gran contento. Mi
madre me dijo en voz baja, que tenia que salir con el perro antes que don Domenico, el
cura italiano, se apercibiera de su presencia. Salí, con Dingo, un poco avergonzado
porque todos me miraban, y espere afuera. (Yo conocía el caso, que mi padre había
relatado muchas veces, de un cura de Rocha, su pueblo, que interrumpía los latines de las
misas para decir: "Ya tengo dicho que no se puede entrar con perros. El dueño de ese
cachorro sírvase salir.") Pero a mi me divertía el episodio porque me daba cuenta
de que mi devoción y religiosidad no eran muy fuertes. Sin la menor duda, todo el
espectáculo pueblerino me resultaba mas atractivo que la ceremonia religiosa. Afuera, me
fui derecho a observar el carricoche en que habían llegado las viejas, que mi madre me
había dicho que en el Brasil los llamaban "sopandas". Dingo saltaba, contento,
a su alrededor.
Poco después, termino la misa, y empezó a salir la gente, que,
discretamente, se demoraba, cruzando sonrisas, para presenciar la salida de la familia
brasileña. Ya no había sol. Se había nublado todo el cielo con nubes bien negras. Me
perdí, pues, la operación de la apertura de las sombrillas, que no efectuaron. Cuando mi
madre salió, la familia de don Herminio ya iba un poco lejos, al trotecito. Pronto
empezaron a caer gruesas gotas. Tuvimos pues que dejar el paseo por el pueblo para otro
día y volver corriendo a casa. Recién a la tarde, ya casi entre dos luces, y ante mi
cargosería continuada, decidió mi madre sacarme a dar una vuelta, para ir conociendo el
Pueblo de los Pocitos y hacer alguna comprita que otra.
Salimos calle arriba, iríamos a la fabrica de caramelos y a la
botica. Le habían dicho a mi madre que la fabrica de caramelos de Ravera, bien renombrada
ya en Montevideo, estaba instalada en un teatro que ya no funcionaba. Aquello movía
tremendamente mi imaginación infantil. En un teatro! Como podía ser?! Este tipo de cosas
nuevas me atraían muchísimo, a pesar de mis pocos años. (Que no eran tan pocos, pensaba
a menudo, pues en abril cumpliría ocho años, y ya sabia leer bastante). Asediaba a
preguntas a mi madre, que se divertía con ellas mientras caminábamos, Pereyra arriba,
por la vereda de la izquierda. Antes de llegar a la calle Berro, pasando la ferretería de
don Nicola, allí estaría el teatro, vale decir, la fabrica de caramelos.
Y era nomás, allí, como nos habían dicho. Una entrada de un
pequeño pero lindo teatrito de pueblo. Con su hueco en la pared y la palabra inevitable:
"Boletería". (Yo me preguntaba a mi mismo: No será necesario sacar entrada ?).
Entramos al teatro. Era mágico. Platea, dos filas de palcos, paraíso y escenario. En la
platea, piso horizontal libre de butacas, funcionaba lo que podríamos llamar el taller o
la fabrica en si. Grandes tachos, calentadores, vasijas, moldes. En los palcos cercanos,
pilas de latas y bolsas de papel con los caramelos. Media docena de muchachas, en unas
mesas largas, secaban y envolvían los caramelos.
Las demás instalaciones subsistían con todo su lógico atractivo,
aun en inactividad teatral. Mis ojos de siete años, casi ocho, escudriñaban el vacío
escenario que aun conservaba algunos decorados y rompimientos. El telón, arrollado en
alto, dejaba ver algunos muebles, roperos, camas y sillas. Allí vivía gente. Un gran
sillón dorado, pero con el asiento hundido, desentonaba en aquel ambiente de muebles
pobres. En la pared del fondo, bastante en alto, un gran retrato de Garibaldi con el
ponchito rojo. Que representación se iría a realizar allí ? Seria lindo vivir en esa
escenografía trazada por la realidad, pero en el ámbito del teatro frustrado, muerto ?.
(Años después, muchas veces he pensado en aquel ambiente, quizás pirandeleano, real e
irreal al mismo tiempo. Tenia entonces muy pocos años para poder apreciar un aire de
tristeza que flotaba en aquel teatrito muerto.)