Colaboración
de Claudio Nuñez Giordano, Canugi
De "Artículos"
Publicado en el diario "La Razón" de Montevideo
24 de enero de 1884
Sansón Carrasco (alias de Daniel Muñoz)
Los Pocitos
Si no va errada mi cuenta, hará
cosa de cuatro años que no iba a Los Pocitos, y con decir esto se comprende mi sorpresa
al encontrarme con todo un pueblo trazado y edificado en lo que por aquella fecha eran
áridos médanos de arena poblados tan solo por algunas lavanderas que empavesaban sus
tendederos con las ropas y lienzos que colgaban a secar, flameantes como banderolas y
gallardetes al soplo de la virazón que azota aquella playa abierta al Sur.
Lo que ha perdido el sitio de su
agreste poesía, lo ha ganado en comodidades de vida civilizada, con sus calles
empedradas, con sus casas de recreo de caprichosa y elegante arquitectura, con sus
jardines y parques y con los comercios y establecimientos que suplen todas las necesidades
de los que alejándose de la ciudad buscan refugio durante el verano en aquella pintoresca
costa siempre batida y refrescada por el oleaje del dilatado mar, en cuya solitaria
planicie apunta tan sólo el pequeño caserío de la Isla de Flores, que blanquea a lo
lejos, casi en los confines en que el azul del cielo se funde en el azul de las aguas.
Forma allí la playa un seno en
cuyo centro se levantan las construcciones del Establecimiento Balneario, arrasadas varias
veces por las iracundas del mar que embravece el pampero, y reconstruidas otras tantas por
la infatigable constancia de las diversas empresas que se han empeñado, hasta
conseguirlo, en hacer de aquella árida región una estación de baños, ensanchando cada
año las instalaciones, que son actualmente amplísimas y espléndidas con todo género de
comodidades. Aquello ahora es un verdadero casino balneario como los que se ven en las
más renombradas playas europeas. No hay lujo decorativo ni de amueblado; pero hay
espacio, limpieza, aire, luz, buena mesa y mejor paisaje; de manera que están
complementadas la sanidad y el bienestar del cuerpo con el recreo del espíritu, que tiene
su ambiente de salud en lo pintoresco del medio en que se vive. Aquel hotel primitivo, de
un solo piso y construido de maderas que sirvieron de pasto al incendio que hace unos
años devoró todas las instalaciones, es ahora un edificio de dos cuerpos, de paredes de
fábrica, ocupando el primer plano el salón comedor, vastísimo y lleno de luz, y el
segundo, las habitaciones para los huéspedes, dispuestas en "compartimientos"
muy cómodos. El comedor se prolonga en una extensa terraza que llega hasta la playa, y
esa terraza está techada, casi hasta la mitad, por la balconada del piso superior, que
sirve de amplio desahogo a las viviendas y donde se podrá comer por las tardes respirando
el aire fresco de la playa y gozando del movimiento de la concurrencia que allí acude.
Es imposible veranear en
condiciones de mayor comodidad y recreo: buenas las habitaciones, nuevos y confortables
los muebles, el servicio esmerado, la mesa bien atendida, selecta la sociedad, el baño a
la puerta de la casa por la mañana y por la tarde, y siempre a toda hora, el variado
panorama del extenso campo y del amplio mar y el ir y venir de multitud de mujeres
elegantes, ataviadas con la frescura y gracia de los trajes veraniegos cuya tenuidad deja
entrever y adivinar los contornos que ellas no quieren mostrar.
La playa se curva en un arco cuyos
extremos avanzan mar adentro en restingas pedregosas casi siempre coronadas de espumas,
pues rompe en ellas el oleaje encrespado por la virazón que es constante en estos días,
no dando reposo al mar sino por la madrugada, en cuya hora se aquieta y se adormece sobre
las arenas cardadas y molidas en el incesante afán de las aguas, que parece que se
entretiene en pulir y suavizar durante el día el lecho en que han de descansar por la
noche al sosegarse ese viento inquieto que las revuelve y agita. Bordan la graciosa curva
de aquella ensenada grandes médanos de arenas doradas por el sol que las hornea, entre
las que crecen vegetaciones héticas y descoloridas, calcinadas las raíces en las
entrañas caldeadas del médano y marchitas las hojas por el mar que escupe sobre ellas
babas salitrosas que se cristalizan en las plantas abrillantándolas como confituras
azucaradas.
Tierra adentro la vegetación es
más lozana, aunque no viciosa, porque las brisas marinas aplacan las exuberancias de la
savia; pero, con todo, se ven grupos de árboles frondosos y el campo que nos rodea
verdeando con los cultivos de hortalizas, dispuestos en cuadrados simétricos cada uno de
los cuales da un tono diverso de colorido, formando como un mosaico de variadas
gradaciones de tintes verdosos. Todo esto, sin embargo: médanos, árboles, costas,
promontorios, no es mas que el marco del gran paisaje del mar, siempre mudable y
cambiante, según la hora, según el viento, según vengan las corrientes de los cenagosos
canales del Delta o de los profundos y transparentes senos del océano; ora tendido como
una inmensa sábana azul, ora agitado y convulso en olas barrosas devueltas por el
pampero, otrora moteado de vellones blancos rizados por la virazón; solitario un rato,
otro rato surcado por la afilada proa de algún transatlántico que entra en reclamo del
puerto, o se aleja para apartadas costas; poblado al caer la tarde por las barcas
pescadoras que regresan de sus atrevidas excursiones como bandadas de aves, impulsadas por
sus grandes y graciosas velas latinas que tienen corte y vibraciones de alas, cruzándose
las barcas que vienen en busca de la anhelada amarrazón con las gaviotas que van en
demanda de su amoroso e ignorado nido, llevando unas y otras el sustento de los suyos.
Completan esta animación del
dilatado cuadro del mar las escenas de la playa, en que son actores bañistas y paseantes,
los unos refrescándose en las inquietas aguas, los otros recorriendo la costa, cambiando
saludos y miradas; otros sentados en la amplia terraza contemplando el atrayente proscenio
de que son protagonistas las olas, que parecen seres vivientes por la movilidad con que
retozan, atropellándose las unas a las otras como aguijoneadas por el afán de ver cuál
de ellas ganará más terreno sobre las pulidas arenas, hasta que después de mil
tentativas infructuosas por alcanzar un montículo que se defiende como un baluarte, llega
una mayor que las demás, toda "enrulada" de espumas rubias, y pasa la meta
allanando la deleznable prominencia objeto de tantos ataques.
El mar tiene el mismo poder de
atracción que el fuego, como todo lo que es mudable y vario. Las olas, como las llamas,
fijan la atención del espíritu en esos ratos en que se quiere no pensar en nada, y las
horas pasan insensibles en esa contemplación vaga, esperando siempre ver algo nuevo,
interesándose en el avance lento de las aguas que van ensanchando sus dominios por
pulgadas, hasta que la costa se rebela contra la invasión y empieza a hacer retroceder al
asaltante, desalojándolo de las posesiones con tanto tesón conquistadas y quedando ambos
dentro de sus naturales fronteras rehaciéndose para volver al poco rato a empeñar la
interminable lucha.
Los Pocitos es el punto de recreo
veraniego mas encantador que tiene Montevideo en sus pintorescos alrededores, y con ser ya
un centro importante, lo será mucho mayor a medida que se generalicen los hábitos de
vivir para el que puede alejarse de la estrechez de la ciudad en esta estación en que
todo el aire parece poco para satisfacer las funciones respiratorias y en que el espíritu
busca amplitud para expandirse, concertando sus necesidades con las del cuerpo, que
también quiere espacio para solazarse.
Las comodidades de la casa las
ofrece el hotel hasta donde el más exigente las desee: los atractivos de la sociedad los
brinda la bulliciosa multitud que allí se reúne; los encantos de la soledad se
encuentran a pocos pasos en diversos sitios de los agrestes contornos; los variados
accidentes del paisaje se abarcan desde la cómoda terraza, y para la frescura e higiene
del cuerpo está allí, a la puerta misma de la cómoda vivienda, la gran bañera de aguas
transparentes y azules en que se mira el sol al nacer, en que se contempla en todo su
esplendor cuando campea en el centro de los cielos, y en que se desmaya en la hora triste
del crepúsculo, reflejando sus últimos rayos que pintan de carmín el torreón del faro
de la Isla de Flores, que fulgura allá lejos, muy lejos, por donde parece que viene
entrándose la noche arrebujada en su negro velo moteado de chispas de plata, como el
traje de una de aquellas hadas poseedoras de una vara de virtud cuya ayuda pediría ahora
para que con su toque mágico diera vida, color y luz a este cuadro que tan pálido y
sombrío me resulta cuando recuerdo todos los esplendores del paisaje que no ha muchos
días vi y que no me atreví a describir temeroso de la insuficiencia de mis letras para
reproducir el panorama en toda su realidad. |